Los desafíos del duelo: Aprender de la pérdida

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duelo

Breves palabras introductorias
En estos momentos terribles en que una pandemia se ha propuesto cambiar el mundo que hasta hoy conocimos, los psicólogos intentamos dar lo mejor de nosotros por algo que se convierte en nuestra divisa y es el logro de la resiliencia psicológica.
Es difícil encontrarnos con una persona que no haya perdido algo en estos momentos, un amigo, un familiar, un vecino, un rol en la sociedad, un trabajo, un proyecto, en fin casi todos hemos perdido algo.

El proceso de duelo que lleva la necesaria reinvención de nosotros mismos se convierte en un reto, dado las condiciones de aislamiento social en que debemos permanecer.
Pongo a disposición de ustedes un material que llega a nuestras manos gracias a la sociedad cubana de psicología y al grupo de salud mental de la provincia de Ciego de Ávila. El libro es extenso por ello he ido resumiendo aquellos aspectos que pueden ayudarnos a recomponernos después de una pérdida. Nuestra intención es que se lea, analice y después se interactúe con personal de la salud mental, recuerden que estamos siempre aquí para ustedes. En Florencia todos los martes, miércoles y jueves de las 13 a las 17 horas atendemos en el cell 59990374. Gracias. Salud Mental Florencia.
Los desafíos del duelo
Tomado del texto Aprender de la pérdida. Una guía para afrontar el duelo de Robert A. Neimeyer.
A medida que vamos avanzando en nuestras vidas, la pérdida nos enseña sus lecciones en cada contexto vital por el que pasamos; el mismo niño que lamenta la pérdida de su padre a los once años puede volver a hacerlo cuando llega a la edad adulta, quizá cuando su propio hijo alcanza la edad que él tenía entonces. De este modo, las pérdidas significativas plantean una serie de desafíos continuados, a los que volvemos una y otra vez en etapas posteriores del viaje de la vida. Siguiendo este planteamiento, puede ser útil explicar con más detalle estos desafíos, desde las tareas más obvias que nos encontramos poco después de sufrir la pérdida, hasta las más sutiles que aparecen cuando ya hemos avanzado en el proceso de «elaboración del duelo».
Reconocer la realidad de la pérdida. Aunque esta tarea puede parecer obvia, el desafío que plantea puede ser difícil de superar. Nos obliga a aprender la lección de la pérdida a un nivel intensamente emocional, a través de una serie aparentemente interminable de confrontaciones con las limitaciones que nos impone el daño que hemos sufrido, la ausencia de nuestro ser querido o la desaparición de un rol valioso que ayudaba a definir nuestra identidad.
Tener la sensación de que hemos «terminado» esta tarea es especialmente difícil cuando nuestro ser querido está «presente físicamente pero ausente psicológicamente», como en los casos de padres o parejas que se van demenciando progresivamente a causa de la enfermedad de Alzheimer, o cuando está «presente psicológicamente pero ausente físicamente», como en el caso de los niños secuestrados o desaparecidos en acciones de guerra.
En estos casos, si abandonamos la esperanza de encontrar una cura o de volver a estar con nuestro ser querido, podemos tener la sensación de que lo estamos abandonando; esto puede ser aún más problemático cuando los miembros de la familia están divididos en las expectativas que tienen respecto a la recuperación de la persona. El reconocimiento de la realidad de la pérdida tiene una segunda dimensión; no sólo sufrimos la pérdida como individuos, sino también como miembros de sistemas familiares. Esta segunda dimensión hace que debamos reconocer y comentar la pérdida con todos los afectados, prestando especial atención a la inclusión de los niños, los enfermos y los mayores en estas conversaciones familiares.(3)
En el caso de la muerte de un miembro de la familia, podemos marginar a los niños en un intento equivocado de «protegerles». Los eufemismos que utilizamos cuando hablamos de la pérdida con los niños («Jesús se llevó a tu hermanita al cielo porque quería tener una flor preciosa en su jardín») no sólo mitifican la realidad que están intentando comprender, sino que también sugieren implícitamente que la pérdida y el duelo de los niños son algo que no debe comentarse.
En los casos de divorcio debemos tomar precauciones similares. En lugar de «proteger» al niño de estas duras realidades, es más útil hablar con él para explicarle cómo suelen sentirse los niños que sufren pérdidas, consolarle físicamente y demostrarle que los mayores le seguimos queriendo y que sigue siendo importante para nosotros. Debemos contestar las preguntas de los niños de un modo franco y directo, de acuerdo con las creencias que nuestra familia tiene sobre los roles familiares, la separación, la muerte o la vida después de la muerte. Una norma que puede resultar útil es la de tener presente que, si un niño es lo suficientemente mayor para formular preguntas sobre una pérdida, también es lo suficientemente mayor para merecer respuestas adecuadas
Aunque es importante adaptar nuestra forma de hablar de la pérdida al nivel de comprensión de nuestro interlocutor, si excluimos a una persona de los círculos de discusión abierta, corremos el riesgo de aislarla en su duelo y complicar su adaptación posterior.
Abrirse al dolor. En los momentos que siguen inmediatamente al conocimiento de la noticia de una pérdida, lo habitual es que nos veamos superados por un dolor que nos resulta insoportable y que intentemos distanciarnos de él. Sin embargo, si intentamos mitigar o evitar de manera continuada los sentimientos más estresantes que despierta la pérdida, podemos retrasar o perpetuar nuestro duelo. Las personas que han sufrido una pérdida necesitan identificar los matices de los sentimientos que deben elaborar y poner orden en ellos, ya sea en momentos de reflexión y contemplación privada o en momentos compartidos de conversación.
¿Indica una profunda punzada de soledad la necesidad de acercarse a los seres queridos y abrazarles? ¿Sugiere una ola de ansiedad la necesidad de buscar consuelo en la oración? ¿Señala una incremento de la autocrítica la necesidad de revisar racionalmente nuestros esfuerzos y aceptar nuestra imperfección como seres humanos? Solemos estar poco dispuestos a abrazar el dolor que provoca la pérdida el tiempo suficiente para aprender las lecciones que nos enseña y tendemos a seguir ciegamente hacia adelante, intentando satisfacer las demandas de la realidad externa sin hacer caso del ritmo que marca nuestro interior.
Si desarrollamos la conciencia que tenemos de nuestras emociones, podremos superar los restantes desafíos que plantea la elaboración del duelo con un sentido claro de dirección, cultivando nuestra madurez y profundidad personal al hacerlo. Por otro lado, si nos centramos sin tregua en el dolor de la pérdida, puede pasarnos lo mismo que si miramos fijamente al sol: podemos lastimarnos los ojos si no retiramos la mirada.
Por este motivo, los teóricos contemporáneos del duelo empiezan a poner de manifiesto la necesidad de que en la «elaboración del duelo» se alterne periódicamente la atención a los sentimientos de tristeza, desolación y ansiedad, la reflexión sobre el desaparecido y la revisión de los recuerdos que conservamos de él, con la reorientación a las tareas domésticas y laborales más prácticas, que no sólo son algo que tenemos que hacer, sino que también son una forma de descansar de la intensa angustia que acompaña a la elaboración activa del duelo.
El hecho de centrar nuestra atención en este tipo de aspectos «externos» nos aporta algo más que el simple «dejarnos llevar», ya que puede facilitar el desarrollo de nuevas competencias necesarias para enfrentarnos a un entorno transformado. De este modo, el duelo suele constituir un proceso que fluctúa entre el sentir y el hacer, en proporciones que dependen de cada individuo y del tipo de relación que se pierde. Según este punto de vista, el duelo se complica cuando nos dedicamos sólo a una de estas dos orientaciones, excluyendo la otra, quedándonos «estancados» en reflexiones interminables o evitando el dolor de manera prolongada. Por lo tanto, los individuos que han sufrido alguna pérdida deben permitirse sumergirse en su duelo y distraerse de él cuando aparecen necesidades prácticas o fisiológicas.(4)
Solemos estar poco dispuestos a abrazar el dolor que provoca la pérdida el tiempo suficiente para aprender las lecciones que nos enseña y tendemos a seguir ciegamente hacia adelante, intentando satisfacer las demandas de la realidad externa sin hacer caso del ritmo que marca nuestro interior.
Revisar nuestro mundo de significados. La experiencia de una pérdida importante no sólo nos roba nuestras posesiones, nuestras capacidades o nuestros seres queridos, sino que también suele minar las creencias y presuposiciones que habían sido hasta ese momento los ladrillos que sustentaban nuestra filosofía de la vida. Un accidente de consecuencias catastróficas puede destruir nuestra sensación de invulnerabilidad. La tragedia de la muerte de un niño puede violar nuestro sentido de la justicia o incluso nuestra creencia en la existencia de un Dios justo. Un robo puede quitarnos para siempre la sensación de seguridad que «dábamos por supuesta». Las profundas revisiones que exige la invalidación de nuestro mundo de creencias pueden tener amplias consecuencias sobre nuestras conductas, compromisos y valores, suelen absorber un tiempo y un esfuerzo considerables y prolongarse largo tiempo después de que hayamos logrado asimilar la propia realidad de la pérdida.(5)
Al enfrentarnos a un mundo que puede parecernos aleatorio, injusto, o incluso malévolo, podemos responder de diversas maneras, maneras que determinan en última instancia cómo nos adaptamos a la pérdida nosotros mismos y quienes nos rodean.
Por un lado, podemos hacernos recriminaciones y culparnos por no haber previsto y evitado la pérdida, incluso aunque los demás no nos hagan responsables de ella. De este modo, el jefe de departamento que es «cesado» cuando su hospital «hace recortes» puede recriminarse interminablemente no haber visto venir su despido y haber pedido su traslado a otra área o instalación antes de verse empujado de manera inesperada a un futuro incierto como «asesor externo».
De un modo parecido, la madre primeriza cuya hija muere en la cuna puede experimentar un dolor profundo y duradero teñido por los sentimientos de culpa, pensando que su hija aún estaría viva si ella hubiera estado allí en el momento preciso. Este tipo de situaciones despierta una autocrítica depresiva que puede tener un carácter circular y contraproducente, pero que puede ser más fácil de aceptar que el abandono de la creencia de que tenemos el poder de controlar los aspectos más importantes de nuestras vidas.
Por otro lado, también podemos reaccionar ante la pérdida, incluso ante la más traumática, ofreciendo nuestro apoyo a los demás y recordándonos en el proceso a nosotros mismos que no vivimos en un mundo completamente repleto de maldad. Podemos entender la pérdida como una «llamada de atención» para revisar nuestras prioridades y asegurarnos de que estamos dedicando tiempo y consideración a las personas y proyectos que más valor tienen para nosotros, al tomar conciencia de que, como seres humanos que somos, tenemos un final.
Al hacer esta revisión, podemos descubrir que algunas de las creencias que la pérdida ha debilitado tenían la función de ocultar la realidad de la contingencia y precariedad humana, cautivándonos con la falsa sensación de que «siempre nos queda tiempo» para prestar atención a lo que es realmente importante, mientras que desperdiciamos horas, semanas y años preciosos con preocupaciones y relaciones superficiales, llevando unas vidas evasivas y poco profundas. Si incorporamos la realidad de los acontecimientos traumáticos a nuestro mundo revisado de creencias y les damos un significado personal, dejaremos que la tragedia nos transforme, haciéndonos «más tristes pero más sabios».(6)
Yo creía que si hacías lo que debías todo salía bien. Ya sabes, haces caso a tus padres, conoces al hombre adecuado, tienes un matrimonio de cuento de hadas y tres hijos y eres feliz para siempre. Entonces uno de tus hijos enferma y muere y tú piensas: «¡No es justo!». Es entonces cuando la ira entra en escena. Se supone que las cosas no tienen por qué ser así, pero así es como son. JANET, 42 años
Reconstruir la relación con lo que se ha perdido. Especialmente en los casos de muertes de seres queridos o de rupturas relacionales, los individuos afectados pueden sentirse obligados a «olvidar» a la persona que han perdido, partiendo de la idea equivocada de que deben «seguir adelante sin mirar atrás».
De hecho, las primeras teorías sobre el duelo enfatizaban la necesidad de retirar la «energía emocional» que se dedicaba a la relación con la persona desaparecida para poder «reinvertirla» en otras relaciones. Estos modelos parecen dar por supuesto que el amor es como el dinero; hay que retirar una cifra de una inversión para poder dedicarla a financiar otra. Las investigaciones contemporáneas que tienen como sujetos a individuos que han sufrido pérdidas nos enseñan otras lecciones.
Según Stephen Shuchter y Sidney Zisook, la mayoría de viudos y viudas dicen que siguen sintiendo la presencia del cónyuge fallecido durante el primer año después de la muerte y una minoría significativa dice «hablar» regularmente con él. Además, la gran mayoría de estos supervivientes encuentra consuelo en esta presencia, que no les resulta en absoluto molesta y les anima a seguir adelante con su propia vida en lugar de quedarse estancados en el pasado (7).
Susan Datson y Samuel Marwitt comentan hallazgos parecidos; el 60% de los individuos que han perdido a un ser querido percibe su presencia en los dos años siguientes a su pérdida. La mitad de este porcentaje tiene una percepción inespecífica de esta presencia, como la sensación de que la persona está sentada al pie de sus camas. Pero alrededor de un 20% dice haber visto u oído a su ser querido, un 10% dice sentirle físicamente y un 4% dice sentir su olor. Aproximadamente un 80% de estos «perceptores» dice encontrar cierto consuelo en la experiencia y sostiene que no le molestaría seguir teniendo este tipo de «contacto» en el futuro. Aunque los perceptores tienden a puntuar más alto en los test de «neuroticismo» que los no perceptores, lo que pone de manifiesto sus niveles más altos de ansiedad y estrés, en general la frecuencia y función de la percepción de la presencia del fallecido sugiere que constituye un aspecto relativamente común del proceso normal de duelo, en lugar de representar un indicio de psicosis o patología, como podían sugerir las anteriores teorías sobre el duelo.(8).
A la vista de estos hallazgos, quizá lo más acertado sea decir que la muerte transforma las relaciones, en lugar de ponerles fin. No parece tan necesario distanciarse de los recuerdos del ser querido como abrazarlos y convertir una relación basada en la presencia física en otra basada en la conexión simbólica. Este vínculo que mantenemos con el recuerdo del otro puede reafirmarse a través de un preciado «objeto de vinculación», que podría ser un suéter viejo del padre que nos ha dejado o el juguete favorito de un bebé desaparecido. Conservando esta conexión con una relación que fue fundamental para nosotros en el pasado podemos dar continuidad a una historia vital interrumpida por la pérdida, emprendiendo el duro trabajo de inventar un futuro lleno de sentido.
Otras modalidades de pérdidas relacionales, como el divorcio, requieren que mantengamos un vínculo dentro de la «vida real» con la persona que hemos perdido. Especialmente en el caso de familias con hijos, los cónyuges que han roto su relación deben encontrar maneras pacíficas y cooperativas de seguir cumpliendo con su papel de padres y esforzarse para evitar que esta colaboración sea saboteada por el resentimiento. Incluso en las relaciones «sin hijos» en las que uno de los cónyuges abandona a la pareja, puede ser útil recoger y conservar objetos significativos para la relación (fotos, regalos, etc.), en lugar de deshacerse de ellos inmediatamente. Ocultando de la vista estos recuerdos del tiempo que pasamos juntos podemos reducir el dolor que produce el hecho de estar continuamente rodeado de recuerdos, pudiendo revisarlos en el futuro, cuando la «elaboración del duelo» requiera asumir una nueva perspectiva.
Reinventarnos a nosotros mismos. En un sentido casi literal, una parte de nosotros muere cada vez que perdemos a un ser querido. Somos seres sociales que construimos nuestras identidades alrededor de las personas más importantes en nuestras vidas: padres, parejas, hijos, amigos... y por ello la pérdida de estas personas genera también un vacío en nosotros mismos. Esa persona especial con la que vivimos una parte importante de nuestro pasado ya no volverá a estar ahí para recordarnos ese fondo compartido de experiencias y recuerdos que sólo están vinculados a la relación que manteníamos con ella. Incluso en las pérdidas menos «definitivas», como los traslados a una ciudad diferente o los cambios de trabajo, la pérdida de un entorno familiar puede desestabilizar nuestro sentido del sí mismo, al exigir el establecimiento de nuevas relaciones.
Nos guste o no, nunca volvemos a ser «nuestro antiguo yo» después de una pérdida importante, aunque con mucho esfuerzo podemos construir una identidad que encaje con nuestro nuevo rol, al mismo tiempo que establecemos una continuidad con el anterior.
Tom Attig desarrolla con gran elocuencia esta concepción de la identidad como fenómeno social y no exclusivamente personal en su metáfora de una red de conectividad que nos vincula con aquellas personas, actividades y lugares a los que dirigimos nuestro afecto. En esta imagen, la muerte y la pérdida deterioran los hilos de las conexiones que definen quiénes somos, que sólo podemos reparar con esfuerzo y de manera gradual, estableciendo otras formas de conexión con lo que hemos perdido, así como con el nuevo mundo al que nos vemos abocados.Todo lo que nos conmueve y nos transforma se queda con nosotros.
La necesidad de reinventarnos también está íntimamente relacionada con la revisión de nuestro mundo de presuposiciones. A medida que vamos aprendiendo las lecciones de la pérdida, podemos afrontar nuestra vida con otras prioridades, con un criterio más claro respecto a lo que es importante y lo que merece que le dediquemos nuestra atención. Al revisar la filosofía que orienta nuestra vida, también nos «revisionamos» a nosotros mismos, abriendo posibilidades que antes parecían cerradas, desarrollando habilidades e intereses que habían permanecido dormidas en nuestro interior o cultivando relaciones que habíamos abandonado o no habíamos explorado. En este sentido, aunque la pérdida puede ser dañina, también puede orientar nuestra renovación. Aunque la pérdida de formas familiares, roles laborales y relaciones puede ser desestabilizadora e incluso amenazante, también puede desafiarnos a ampliar nuestras identidades e integrar los aprendizajes que tanto nos han costado y que vienen con la supervivencia.
Nos guste o no, nunca volvemos a ser «nuestro antiguo yo» después de una pérdida importante, aunque con mucho esfuerzo podemos construir una identidad que encaje con nuestro nuevo rol.
Si afrontamos de manera directa los desafíos que plantea la pérdida, aceptando con serenidad las cosas que no podemos cambiar y teniendo el valor de cambiar las que podemos, ¿qué resultado podemos esperar del proceso de duelo? De nuevo, la investigación psicológica sugiere algunas respuestas útiles.
Aunque la gran mayoría de las personas estudiadas por Shuchter y Zisook siguen sintiendo que «les falta una parte de sí mismas» un año después de la muerte de su pareja, prácticamente todas dicen también que sus vidas «son más ricas» y que «intentan sacar lo mejor de cada día». Aunque puede resultarnos difícil creer que vamos a adaptarnos a una pérdida cuando estamos inmersos en la protesta o la desesperación, no hay duda de que la supervivencia, la adaptación, e incluso el crecimiento son posibles. El dolor que acompaña a la pérdida es un espejo que refleja lo preciosos que son los apegos que hemos establecido y la conciencia de la fragilidad de la vida puede ser un recordatorio necesario de la obligación de vivir de acuerdo a nuestras preocupaciones más elevadas.
“Señor, dame serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar las cosas que puedo y sabiduría para poder diferenciarlas” San Agustín. FIN
Notas del autor
3. Con la intención de mantener la legibilidad del texto y evitar distracciones, no entraré a comentar en profundidad las teorías constructivistas sobre el conocimiento o la psicoterapia, que se desarrollan ampliamente en otros textos (véase Constructivismo en psicoterapia, de Robert A. Neimeyer y Michael J. Mahoney [comps.]. Más adelante en este mismo capítulo presento un marco general para entender el constructivismo en relación con la terapia del duelo. De todos modos, creo que llegados a este punto vale la pena señalar que los teóricos de esta perspectiva rechazan la visión del conocimiento como algo impersonal y objetivo, la de la ciencia como una recopilación de hechos objetivos y la de la psicoterapia como la modificación que realiza un experto de los pensamientos, sentimientos o conductas disfuncionales o poco realistas de sus pacientes. En lugar de ello, entienden el conocimiento humano como algo profundamente individual y social, anclado en una serie de presuposiciones personales y acuerdos comunitarios que no pueden cuestionarse haciendo referencia de una manera simplista a criterios «objetivos» externos. Del mismo modo, los constructivistas entienden la terapia como una forma de colaboración para la exploración de los significados personales, en ocasiones problemáticos, que las personas utilizan para organizar sus vidas y sus acciones, algunos de los cuales son susceptibles de experimentación y negociación. Aunque la enumeración de los muchos enfoques de la asistencia y la psicoterapia que han evolucionado a partir de la posición constructivista queda fuera del alcance de este libro, hago referencia a algunos de ellos a lo largo de este capítulo y detallo algunas intervenciones compatibles con ellos de especial relevancia para la terapia del duelo. La virtual hegemonía de estas conceptualizaciones que hablan de etapas del duelo se pone de manifiesto en su presencia en los temarios sobre la muerte y el acto de morir de las escuelas de medicina de todo el mundo: el modelo de Kübler-Ross es con diferencia el más citado (y habitualmente el único) por los profesores que imparten asignaturas sobre la adaptación a la muerte y a la pérdida. Véase «An international survey of death education trends in faculties of nursing and medicine», de Barbara Downe-Wambolt y Deborah Tamlyn, en Death Studies,
4. Para consultar una revisión equilibrada, véase «Coping with dying: lessons that we should and should not learn from the work of Elisabeth Kübler-Ross», de C. A. Corr, en Death Studies, 17, 1993, págs. 69-83. Por otro lado, C. Wortman y R. Silver facilitan una crítica fundamentada de las investigaciones sobre estas teorías tradicionales en «The myths of coping with loss», en Journal of Consulting and Clinical Psychology, 57, 1989, págs. 349-357.
5. En los círculos psicoanalíticos se pone de manifiesto una señal más del replanteamiento de algunas teorías del duelo que hacía mucho tiempo que se daban por supuestas. Durante la mayor parte de este siglo, la perspectiva analítica dominante se basó en la descripción que Freud dio del duelo como un período de desolación que sigue a la pérdida de un «objeto» significativo (por ejemplo: un ser querido), durante el cual vamos «elaborando» la pérdida gradualmente, retirando energía emocional de ese objeto para poder dedicarla a nuevas relaciones. Las siguientes generaciones de analistas tomaron esta conceptualización como la piedra angular de su teoría sobre la pérdida, dando por supuesto que el distanciamiento del mundo junto con la ocupación en pensamientos rumiativos sobre el fallecido formaban parte e iban dentro del paquete del proceso de duelo. Sin embargo, George Hagman ha revisado recientemente toda una serie de casos clínicos y evidencias de la investigación que cuestionan prácticamente cada aspecto de esta conceptualización psicodinámica. Hagman defiende que el individuo afectado por la pérdida suele experimentar una sensación de revitalización en el momento en que reconoce su dolor, en lugar de la desolación y el distanciamiento del mundo y de la imagen del objeto perdido, y suele mantener sus apegos con la persona desaparecida y con los demás. Este autor pone énfasis especialmente en el carácter individual del duelo y en la necesidad de ir más allá de las descripciones de síntomas genéricos para centrarse en el estudio de las dinámicas menos evidentes que aparecen en cada caso particular. Estos dos aspectos son compatibles con el modelo que presentamos en este texto. Véase «Mourning: A review and reconsideration», de George Hagman, en International Journal of Psychoanalysis, 76, 1995, págs. 909-925.
6. Debido a la atención que presta al significado y a su frecuente uso en la clínica, el constructivismo se ha entendido en ocasiones como una variación de la terapia cognitiva. Sin embargo, las formas más tradicionales de terapia cognitiva son mucho más objetivistas, partiendo de normas de «racionalidad» y correspondencia con la realidad para considerar si los significados son o no problemáticos. Por este motivo, la relación entre estas dos tradiciones clínicas es compleja y cada una lleva a formas muy diferentes de práctica clínica. Para ver algunos comentarios más extensos sobre este aspecto, véase «Constructivism and the cognitive psychotherapies: Some conceptual and strategic contrasts», de R. A. Neimeyer, en Journal of Cognitive Psychotherapy, 7, 1993, págs. 159-171, y «Cognitive therapy and the narrative trend: A bridge too far?», de R. A. Neimeyer, en Journal of Cognitive Psychotherapy, 12, 1998, en prensa.
8. Estoy en deuda con mi colega Barry Fortner por su ayuda a la hora de formular estas proposiciones. Barry, junto a Nancy Keesee, ha ayudado a extender el modelo de reconstrucción de significado y a comprobar algunos de sus procedimientos para evaluar las formas en que las personas construimos nuestras experiencias de pérdida. Un informe preliminar de este trabajo aparece en «Loss and meaning reconstruction: Propositions and procedures», en Traumatic and Non-traumatic loss and bereavement: Clinical theory and practice, S. Rubin, R. Malkinson & E. Wiztum (comps.), Madison, Connecticut, Psychosocial Press, de R. A. Neimeyer, N. J. Keesee